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EL DIEZ DE AGOSTO DE 1809 Y LOS GUAYAQUILEÑOS.1ª parte.
Por Jorge Núñez Sánchez
Al aproximarse el bicentenario de los sucesos del 10 de agosto de 1809, han vuelto a oírse las voces de los admiradores y críticos de esa fecha histórica. Para los unos, fue el acta
de nacimiento de la independencia nacional; para los otros, un simple acto de fidelismo colonial, protagonizado por los marqueses de Quito. Entre esos dos extremos, hay una gama de posiciones
intermedias, que incluyen el reconocimiento de aquella fecha como el punto de partida de un complejo proceso de independencia por etapas, la afirmación de que entonces no se produjo el
“Primer grito de Independencia” pero sí la instalación del primer gobierno autónomo de los criollos, y la tesis de que ahí se inició un “gobierno compartido” entre la monarquía y sus súbditos
americanos, etc.
En lo personal, debo confesar que mis apreciaciones sobre esa fecha histórica han variado con el tiempo. Hace cuarenta y cinco años, cuando comenzaba mis primeros pasos de
historiador, publiqué mi primer libro, titulado “El mito de la Independencia”, en el que hice una crítica al fenómeno de la emancipación latinoamericana, vista sobre todo desde la perspectiva
de los grandes intereses internacionales que la impulsaron. En ese contexto, sostuve que el Diez de Agosto no fue un movimiento independentista sino un acto de “fidelismo colonial” frente a
Fernando VII, entonces prisionero de Napoleón.
Posteriormente, tras haber estudiado detenidamente el suceso, la honestidad intelectual me llevó a matizar y rectificar la apreciación consignada en aquella obra de juventud. Fue así
como publiqué nuevos ensayos sobre el tema, uno de ellos el titulado “La Revolución del Diez de Agosto”, incluido en mi libro "El Ecuador en el siglo XIX", que ha tenido varias ediciones.
Usando información de archivo, hasta entonces desconocida, demostré que los próceres de agosto eran en general oficiales de los batallones de milicias existentes en la Audiencia de Quito y
que algunos de ellos incluso poseían buena experiencia militar y acreditada capacidad de mando. Igualmente, probé que los conspiradores integraban los mandos y la oficialidad militar de la
región central de la Audiencia y que controlaban, por tanto, todos los cuerpos de milicias ubicados en la capital y en las ciudades próximas.
Obviamente, una información como ésta no solo vino a completar nuestra historia sino que la revisó, pues demostraba que la transformación de agosto no fue un grito desesperado de
protesta, o una acción política motivada únicamente por el temor al "afrancesamiento" de las autoridades y a su consecuente inclinación hacia el gobierno usurpador instalado en la
península.
Por lo contrario, comprueba que no se trató de una "revolución social" (en el sentido cabal del término, es decir, una transformación total, profunda e irreversible de la estructura
social, sino mas bien de un "golpe de Estado", con el que culminaba el progresivo control político que la clase criolla había ido adquiriendo sobre su propio país durante la época colonial,
hasta llegar a convertirse en una “clase dominante a medias”, que controlaba los poderes social, económico y cultural, pero carecía del poder político, que estaba todavía en manos de los
odiados funcionarios chapetones.
Cosa curiosa, hay quienes se han negado a seguir esta evolución de mi pensamiento y siguen repitiendo hasta el cansancio aquellas iniciales apreciaciones mías de que “el movimiento
del diez de agosto no fue revolucionario ni buscaba la independencia” y que “esto se encargaron de aclararlo muy bien sus propios autores, en multitud de documentos públicos y privados que
suscribieron.” Pero interesadamente se niegan a recordar que también escribí, más adelante, que entre los verdaderos motivos y aspiraciones del juntismo quiteño estuvieron éstos:
1. “Profundo odio y temor frente a Napoleón Bonaparte y la burguesía (revolucionaria y cortadora de cabezas) de Francia.
2. Ánimo de evitar que estas colonias sigan la misma suerte que su metrópoli y caigan bajo el gobierno español de José Bonaparte.
3. Descontento de los propietarios criollos con el gobierno colonial, por su falta de participación en el gobierno del país y la insistencia metropolitana en tratarlos como colonia y
no como “provincia ultramarina de España”.
4. Deseo de evitar una agitación social que pudiese producir insurrecciones populares parecidas a las de Haití, contra las clases dominantes.”
Y cito esta última parte para aclarar que yo no me he retractado de ella, en donde radica la concepción profunda de mi pensamiento sobre la independencia, sino que, por el contrario,
la he afirmado y desarrollado en mi obra posterior, como por ejemplo en mi libro “La defensa del país de Quito”, donde demostré con lujo de detalles que los mismos terratenientes represores
de los movimientos indígenas de fines del siglo XVIII –como Javier Montúfar, hijo del II marqués de Selva Alegre– figuraron luego entre los líderes de la primera guerra de independencia,
provocando con ello la resistencia popular a ese proceso.
Obviamente, ello no significa que esos terratenientes hayan sido los únicos líderes del proceso emancipador, que se inició en agosto de 1809 en forma de movimiento autonomista y se
radicalizó más tarde, en busca de independencia nacional. En el liderazgo de ese proceso figuraron también otros personajes, de ideas radicales, que buscaron emancipación política y reformas
sociales a la vez, destacándose entre ellos el doctor Juan de Dios Morales, verdadero “tribuno de la plebe”, y el capitán Nicolás de la Peña Maldonado, nieto del sabio geógrafo Pedro Vicente
Maldonado y esposo de Rosa Zárate, a quien con razón llamaron “el Robespierre quiteño”.
Ellos y otros como ellos fueron, precisamente, los personajes que me hicieron reflexionar más profundamente sobre los sucesos del Diez de Agosto de 1809 y me motivaron a revisar
algunas de esas afirmaciones de mi juventud, que fueron tan radicales como simplistas.
VISIÓN Y REVISIÓN DE LA HISTORIA NACIONAL
Hallo que es llegada la hora de aclarar posiciones acerca de este capítulo de la historia nacional. Una cosa es analizar los hechos del pasado con una visión crítica, a la luz de la
sociología o la antropología contemporáneas, para entender las acciones que tuvieron en aquella circunstancia los diversos actores individuales o los grupos sociales protagonistas (clases,
etnias, grupos socio–profesionales), y otra muy distinta es erigirnos en jueces, dictar sentencias sobre un ayer inapelable o seguir viendo el mundo del pasado y del presente a través del
lente regionalista, siempre empañado por el resentimiento y el victimismo.
Y digo esto porque hay historiadores, y también aficionados a la historia, incluidos algunos buenos amigos míos, que se empeñan en mirar, analizar y juzgar la historia ecuatoriana
exclusivamente bajo la inspiración y el interés localista o regionalista. Naturalmente, ello los lleva a análisis equivocados y juicios errados, porque extrapolan los hechos, fuerzan los
datos y estiran las conclusiones hasta la orilla del error.
Uno de sus temas preferidos es precisamente el del Diez de Agosto, que ellos ven como una fecha “rival” o “enemiga” del Nueve de Octubre. Y como se trata de ganar protagonismo para el
puerto y negárselo a la capital, no dudan en usar cualquier frase ajena, así sea sacada de contexto, o ya revisada y matizada por su autor, para afirmar que el Diez de Agosto solo fue una
algarada de marqueses fidelistas, mientras que el Nueve de Octubre fue una auténtica proclama de independencia.
Si los procesos de la historia fueran simples, llanos y se limitaran a su forma inicial, sin tener variación alguna, ellos tendrían razón: Quito fue fidelista en 1809 y Guayaquil fue
independentista en 1820. Pero ocurre que los asuntos históricos son regularmente más complejos de lo que parecen, precisamente porque en su interior hay confrontación de opiniones, luchas
étnicas o de clases, oposiciones generacionales o profesionales, etc. En este caso, la complejidad está dada por varios asuntos, que enumero para una mejor comprensión:
1º. LA VARIEDAD DE OPINIONES. Al iniciarse el movimiento del diez de agosto de 1809 no hubo unanimidad de ideas ni de acciones en el bando americano. Hubo criollos conservadores, pero
patriotas, que inicialmente sólo quisieron autonomía de gobierno, dentro de la misma monarquía española; es decir, algo parecido al actual “Commonwealth” británico (fue el caso de Juan Pío
Montúfar y Larrea).
Hubo criollos conservadores y absolutamente “godos”, que prefirieron morir defendiendo los intereses del Rey y de la corona española, como Pedro Calisto y su familia. Y hubo criollos
radicales, que desde el comienzo buscaron independencia con participación popular, tales como Juan de Dios Morales, Manuel Rodríguez de Quiroga y Nicolás de la Peña Maldonado.
2º. EL DENOMINADO “FIDELISMO COLONIAL”. A su vez, esto del “fidelismo” no es algo que pueda tirarse como una acusación contra los próceres de 1809 y punto, sino que merece un análisis
histórico particular. Ante todo, hay que recordar que el Fernando VII al que se declararon fieles los criollos americanos de 1809–1810 era un príncipe casi desconocido, que en aquel momento
simbolizaba la dignidad española, tanto ante las indignidades de sus padres, envueltos en un trío sentimental con el favorito Manuel Godoy, cuanto frente el imperialismo napoleónico, que
había invadido España y luego capturado a sus reyes. Así, en gran medida, ese fidelismo expresaba el nacionalismo y dignidad de los españoles peninsulares y americanos frente a una agresión
externa.
En segundo lugar, cabe diferenciar entre una fidelidad al monarca como persona y una fidelidad a España como imperio, cuestión clave, pues lo que los fidelistas americanos expresaron,
en todas partes y en todo momento, fue que se declaraban “fieles a Fernando VII”, pero repudiando la dominación española. Sólo así puede entenderse el hecho de que los supuestos “fidelistas”
quiteños de 1809 le pidieran al rey Fernando, para obedecerle en la práctica, que hiciera cosas por entonces imposibles: que se fugara de manos de Napoleón, que recuperara el control de
España o que se viniera a gobernar en Hispanoamérica, tal como lo habían hecho los reyes de Portugal ayudados por los ingleses.
Y esto que afirmamos no es un juego de palabras, sino el resultado de los estudios que hemos hecho de la ideología quiteña de aquel tiempo, el cual revela que, para los próceres de
1809, el hecho de declararse fieles a Fernando VII no significaba declararse fieles a España y renunciar a su ansiada independencia, sino conquistarla a la sombra de una monarquía americana,
distinta a la española. Así lo demuestra el documento subversivo titulado “Catecismo en que debe estar instruido todo fiel vasallo de Fernando Séptimo”, que fue redactado en Quito y luego
enviado a varios lugares de América, para incitar a la independencia.
En ese documento, cuyo análisis textual revela que fue escrito por el revolucionario fraile chileno Camilo Henríquez, que fuera uno de los conspiradores de 1809, se afirmaba que “el
más fácil remedio” para resolver los males de la Patria Criolla era “declarar la América independiente, ajustar la paz con el inglés y ofrecer algunos millones al traidor (Bonaparte) por el
rescate de nuestro amado Fernando.”
Se agregaba que con este arbitrio se lograrían otras ventajas, tales como “la felicidad de todo residente en América, (puesto) que con la existencia del Rey en ella no habrá
extracción (hacia España) de los inmensos tesoros que produce; indispensablemente será cada uno poderoso.” Y se concluía con una invitación por demás expresiva: “Clamad sin cesar viva
Fernando Séptimo y la América independiente; gracias al Todopoderoso por haberos proporcionado el camino de vuestra felicidad. ¡Viva Fernando Séptimo y la dulce independencia!”
Palabras más, palabras menos, eso mismo fue lo que expresó el marqués de Selva Alegre en la reunión habida en la sala Capitular de San Agustín, donde dijo:
“Viva nuestro Rey legítimo y Señor natural Don Fernando VII, y conservándole, a costa de nuestra sangre, esta preciosa porción de sus vastos dominios, libre de la opresión y tiranía
de Bonaparte, hasta que la divina misericordia lo vuelva a su trono, o que nos conceda la gloria de que venga a imperar entre nosotros.”
Al año siguiente, es decir, en 1810, el autor original de esta idea, fray Camilo Henríquez, volvería a tratar sobre ese proyecto de independencia con monarquía americana en su
“Catecismo Político Cristiano”, donde mostraba en forma todavía más explícita su pensamiento, al decir:
“Formad vuestro gobierno a nombre del Rey Fernando para cuando venga a Reinar entre nosotros: dejad lo demás al tiempo y esperad los acontecimientos; aquel Príncipe desgraciado es
acreedor a la ternura, a la sensibilidad y a la consideración de todos los corazones americanos. Si el tirano (Bonaparte) que no puede someternos con sus atroces y numerosas legiones lo deja
que venga a Reinar entre nosotros.
Si por algún acontecimiento afortunado él puede romper las pesadas cadenas que carga y refugiarse entre los hijos de América, entonces vosotros, americanos, le entregareis estos
preciosos restos de sus dominios, que le habéis conservado como un depósito sagrado; mas entonces, también enseñados por la experiencia de todos los tiempos, formaréis una constitución
impenetrable en el modo posible a los abusos del despotismo, del poder arbitrario, que asegure vuestra libertad, vuestra dignidad, vuestros derechos y prerrogativas; como hombres y como
ciudadanos, y en fin vuestra dicha y nuestra felicidad; que si las desgracias del príncipe no tienen término, ni lo tienen los delitos del tirano.
Entonces el tiempo y las circunstancias serán la regla de nuestra conducta: entonces podréis formaros el gobierno que juzguéis más a propósito para vuestra felicidad y bienestar, pero
de contado, ni Reyes intrusos, ni franceses, ni ingleses, ni Carlota, ni portugueses, ni dominación alguna extranjera; morir todos primero antes que sufrir o cargar el yugo de
nadie.”
3º. LA LUCHA DE PARTIDOS. Un hecho poco conocido es la guerra de partidos que se desarrolló al interior de la Junta Soberana de Quito durante su brevísima existencia política. Escapa
al objetivo de este artículo un análisis detallado de ese conflicto, pero podemos sintetizar diciendo que hubo entonces tres partidos políticos que se enfrentaron duramente: el radical,
dirigido por el Ministro de Estado y Guerra doctor Juan de Dios Morales; el moderado, encabezado por el II Marqués de Selva Alegre, y el contrarrevolucionario, liderado por el Conde de Selva
Florida, Juan José Guerrero y Matheu.
Mientras Morales y su bando organizaban a las masas populares para la guerra contra las provincias fieles al Rey y a España, los terratenientes, obrajeros y altos dignatarios
eclesiásticos, tradicionales beneficiarios del sistema social colonial, se asustaron de haber apoyado una revolución y buscaron dar marcha atrás, con ánimo de evitar un desbordamiento social
que afectara sus intereses y también con deseo de hacerse perdonar por las autoridades reales.
Es más, algunos de ellos se opusieron desde el comienzo a la transformación y de inmediato buscaron destruirla, para restablecer el poder colonial; fue el caso del Conde de Selva
Florida, quien, hablando con un regidor de Quito, “le declaró su modo de pensar en orden a la revolución, el odio con que la miraba y los arbitrios que meditaba para destruirla, y restablecer
a su autoridad la potestad legítima, destruida por la revolución.”
Atrapado entre sus radicales hermanos masones y sus conservadores parientes y socios de clase, don Juan Pío Montúfar se aconsejó con el Obispo de Quito, quien le recomendó devolver el
poder a Ruiz de Castilla, pero solo luego de apresar y engrillar a Morales, a quien veía como el enemigo del poder real y del orden social existente.
Al fin, Montúfar se salió por la tangente, renunció a la presidencia de la Junta Soberana y la dejó en manos de Guerrero y Matheu. Este siguió el guion acordado: disgregó al grupo
radical, negoció con Ruiz de Castilla la devolución del poder (pidiendo garantías para su clase) y preparó la destitución de los Ministros Morales y Salinas, que luego fueron apresados y
encerrados con grillos en la prisión.
Debido a esos conflictos intestinos, la Junta Soberana de Quito duró apenas 74 días y las fuerzas del virrey Abascal entraron sin resistencia a la capital.
4º. REPRESIÓN COLONIALISTA Y RADICALIZACIÓN DE LA REVOLUCIÓN. La consiguiente represión española fue feroz, precisamente porque los virreyes del Perú y Nueva Granada pensaron que
Quito era un peligroso foco subversivo, que debía ser eliminado de raíz. Eso explica la matanza de los patriotas el 2 de agosto de 1810 y la feroz retaliación al pueblo de Quito, donde el uno
por ciento de la población murió asesinada por las tropas colonialistas venidas de Lima, Guayaquil y Cuenca. (En términos actuales, ese porcentaje equivaldría a 20 mil muertos).
La represión produjo un efecto inverso, pues indignó a la población quiteña, ahondó el proceso revolucionario y llevó a la radicalización de las posiciones iniciales. Así, ella
determinó que el partido “montufarista” optara por una independencia conservadora, al estilo de la de Iturbide en México, que no alterara en nada la estructura social pre-existente, regida
por una sólida alianza entre la Iglesia y la oligarquía terrateniente y asentada sobre la servidumbre de los indios y la esclavitud de los negros.
A su vez, estimuló al partido “sanchista” a buscar una independencia de corte jacobino y con activa participación popular, orientada a eliminar mediante la violencia tanto a las
autoridades del viejo régimen, como a los nobles criollos que se habían alineado con la causa del Rey. Fue así que, en medio de la guerra anticolonial, los líderes “sanchistas” dirigieron a
la plebe para el linchamiento del Conde Ruiz de Castilla y los oidores Fuertes y Vergara Gaviria; también efectuaron la captura, juzgamiento y ajusticiamiento de los realistas de la familia
Calisto, y, finalmente, hicieron una “revolución en la revolución”, derrocando al gobierno de los Montúfares y tomando el poder con respaldo de las masas populares.
5º. EL DESENLACE. Fue este nuevo liderazgo revolucionario el que condujo la última parte de esa primera guerra de independencia, bajo la dirección política del doctor Jacinto Sánchez
de Orellana, Marqués de Villa Orellana y Rector de la Universidad Pública, y la jefatura militar del coronel Francisco Calderón (esposo de Manuela Garaicoa y padre de Abdón Calderón), cuyas
fuerzas fueron derrotadas en Ibarra antes de que él mismo fuera fusilado en el campo de batalla.
Actuó como Comisario de Guerra de este gobierno jacobino el capitán Nicolás De la Peña Maldonado, nieto del sabio Pedro Vicente Maldonado y quien por su radicalismo era llamado “el
Robespierre quiteño”, pues se le acusaba de haber dirigido el linchamiento del Conde Ruiz de Castilla, y de los oidores Fuertes y Vergara, así como el ajusticiamiento de los
Calistos.
Tras derrotar a los insurgentes en Ibarra, Montes dispuso el inmediato fusilamiento de los jefes militares vencidos, dictó la pena de muerte contra más de cien insurgentes y ordenó la
persecución, apresamiento o destierro de numerosos rebeldes, lo cual revela a las claras la magnitud de la insurgencia que el poder colonial buscaba aplastar